Los humanos tenemos una relación muy especial con un cierto género de plantas, una relación que como todos los buenos dramas estaba destinada a no ser, es un sinsentido evolutivo y nos hace sufrir y llorar a lágrima viva. Pero el placer que nos aporta inmediatamente después ha convertido esta relación en una que se cultiva en todo el mundo, y ha convertido estas peculiares plantas probablemente en la primera especia domesticada en la historia de la Humanidad, y ciertamente la más cultivada en todo el globo. Me refiero al género Capsicum, la familia de los chiles.
La semilla que dio origen a esta historia de amor se plantó en el periodo Mioceno, entre 10 y 20 millones de años atrás, cuando Capsicum, a través de una serie de mutaciones se diferenció del resto de Solanáceas al empezar a producir capsicina, una oleorresina que reacciona con un receptor nervioso presente en casi todos los vertebrados que en los mamíferos provoca una sensación de ardor en las mucosas, que se puede volver insoportable dependiendo de la variedad de chile que haya ingerido. Esto es más que suficiente para que cualquier mamífero cuerdo decida dejar por la paz las brillantes y coloridas bayas que son los chiles; cualquier mamífero, excepto los humanos.
Cuando comemos un chile, la capsicina que contiene activa un receptor llamado TRPV1 cuya función es detectar cambios peligrosos de temperatura en el cuerpo y enviar a tu cerebro un mensaje del tipo “Hey, tu boca se está quemando”. Pero a nuestro cerebro no le gusta que nuestro cuerpo sienta mucho dolor y no es consciente que ese ardor es meramente una ilusión sensorial, que en realidad no estamos sufriendo daño alguno. Así que, como el órgano cuidadoso de nuestro bienestar, el cerebro procede a liberar una cascada de neurotransmisores, principalmente endorfinas que eliminan el supuesto dolor, y dopamina, que provoca un subidón de placer muy similar al de otras sustancias menos gastronómicas o legales; he ahí el verdadero origen de nuestro amor por los chiles.
Pero la capsicina es un compuesto difícil de sintetizar, y a pesar de que las solanáceas son una familia llena de recursos (entiéndase toxinas, alcaloides, etc.) Capsicum consume una ingente cantidad de nitrógeno y agua para poder producirla, así que ¿Por qué gastar tantos recursos en ella? Los científicos están convencidos de que el objetivo evolutivo de la capsicina era evitar a los mamíferos para concentrarse en los animales que mejor podían ayudarlos a reproducirse: las aves. A pesar de contar con un receptor similar al TRPV1 las diferencias son suficientes para que éste no se active en presencia de la resina, lo que permite a las aves consumir sus frutos alegremente.
Los mamíferos suelen tener dientes y un sistema digestivo capaz de asimilar o al menos dañar severamente las semillas, además de dispersarlas en áreas relativamente pequeñas. Las aves en cambio no tienen dientes (mayormente) y sus aparatos digestivos no dañan las semillas; pero sobre todo las aves depositan sus heces en áreas enormes, ayudando a la proliferación de las especies. Tanto, que para cuando los primeros pobladores llegaron a América encontraron y cultivaron cientos de diferentes variedades de chiles a lo largo y ancho del continente.
Menos de 20 años después del descubrimiento del Nuevo Mundo, los chiles ya se habían afianzado en la India y partes de Asia, gracias en parte a los portugueses que los llevaron desde América pero mayormente debido al clima tropical o árido que necesitan para medrar. Fue sólo cuestión de tiempo para que el género Capsicum se volviera un alimento básico para la dieta de los pobladores de los cinco continentes, asegurando la permanencia del género. ¡A un lado pájaros, ahora nosotros nos encargamos de esparcir los chiles por el mundo!
Nuestra relación de amor-dolor con la familia de los Capsicum es una muestra más de cómo la evolución produce resultados no siempre lógicos o comprensibles. Además de los humanos, una especie de musaraña arbórea es el único mamífero conocido que se puede dar el lujo de comer chiles sin correr con los ojos llorosos. Pero nuestra relación con esos frutos brillantes y pungentes es única en el mundo entero, y una que perdurará tanto como nuestra especie logre hacerlo.
Fuente: EL ECONOMISTA.