Desde tiempos antiguos, el poder de la meditación ha sido explorado por diferentes personas que según sus épocas y contextos, en general eran considerados sabios. Meditar en muchas ocasiones, suena como si fuera un estado inalcanzable sólo para iniciados, o un estado de profundidad mental en el que se supone que uno “no debe de pensar”.
Meditar es una tarea cerebral que forma parte de nuestra higiene de vida. Así como lavarse los dientes, asearse, dormir y comer, las diferentes formas de meditación nos ayudan a mantener no solamente un bienestar mental, emocional y físico. El punto es que la meditación no es solo un estado para iniciados, yoguis o sabios de cualquier corriente espiritual o religiosa. Los estudios acerca de la Conciencia plena (Mindfulness) y las diferentes escuelas, ponen a nuestro alcance hoy en día diferentes técnicas fáciles de llevar a cabo como una higiene de vida y no como una obligación.
Tener una conciencia plena, es decir, entrenar a nuestro cerebro simplemente a sentir las sensaciones, distinguir los pensamientos, los sentimientos y las sensaciones corporales, es uno de los grandes pasos de la meditación. No hay estados qué alcanzar ni juicios qué hacer acerca de la experiencia. Y justo por la relación emocional, sensorial y cognitiva que tenemos con los alimentos, resulta que el poner la conciencia plena en lo que comemos, es una de los mejores ejercicios al alcance de nuestra vida cotidiana para acercarnos a prácticas meditativas.
Comer con la conciencia plena significa distinguir las sensaciones del cuerpo: tal vez un ligero gorgoreo en el estómago, o simplemente una salivación antes de probar el alimento. El identificar con todos los sentidos los sabores, olores, texturas y sonidos de la comida, con todas las partes de nuestra boca, cambia la experiencia de comer. Examinar los pensamientos y emociones que pasan por nuestra cabeza al probar un alimento, sólo observarlos sin juzgarlos y dejarlos pasar, puede decir mucho más de lo que creemos saber de nuestra relación con los alimentos.
Está comprobado que las terapias de conciencia plena pueden modificar nuestro cerebro de muchas maneras: se reduce el estrés, los riesgos de enfermedades crónico degenerativas, y la forma en la que reacciona nuestro cuerpo a estresores. A nivel estructural se ha observado que las personas que practican diferentes formas de experiencias contemplativas – una de ellas, la de la conciencia plena – ven reducida la actividad de la ínsula cerebral y de la amígdala, lo que se traduce en la disminución de los trastornos de ansiedad.
En un mundo donde el deber ser y la hiperinformación está al alcance de todo, a veces las personas esperan alcanzar estados de iluminación con la práctica meditativa y al no ser un estado al que se llega de la noche a la mañana, pueden experimentar frustración y por lo tanto, dejan la práctica. El practicar la conciencia plena con nuestros alimentos es un buen comienzo para ejercitar esa parte de nuestro cerebro que está acostumbrada a pensar, sentir y tener sensaciones corporales a las que en el flujo de la vida cotidiana, muchas veces no prestamos la atención adecuada. El poner conciencia plena a lo que degustamos, puede ser el pequeño gran empujón que necesitamos para observar sin juzgar, los pensamientos y las emociones que experimentamos a ritmo vertiginoso todos los días, sin poner en realidad atención a la experiencia presente.
Fuente: EL ECONOMISTA