En estos días de pánico selectivo y zozobra global bien vale preguntarse si la pandemia china Covid-19 realmente se traducirá en una catarsis planetaria que lleve a la humanidad a realizar cambios estructurales profundos en su sistema de producción y reproducción social, política y económica que sean tangibles en el desarrollo sostenible de sus actividades, donde la distribución de la riqueza deje de ser utopía de igualdad y justicia, y los procesos productivos no atenten contra la vida en el planeta.
Serán capaces de renunciar o al menos modificar sus sistemas los Estados, gobiernos y grandes empresas que concentran la riqueza y, por tanto, tienen el dominio del poder en la distribución de bienes y alimentos, prácticas que se expresan en la acumulación desmedida del capital que periódicamente provocan que la sociedad mundial entre en crisis recurrentes, como la actual de salud, y que ponen en riesgo la existencia misma de la humanidad.
El discurso internacional sobre el tema en cuestión es que todos -gobernantes, empresarios y sociedad- coinciden en que después del coronavirus nada será igual, que habrá una reinvención en todo el mundo, desde la convivencia vecinal en los barrios hasta las relaciones entre esos sectores de todos los países para adaptarse a la nueva circunstancia marcada por una larga cuarentena de miedo desmedido y terror a la muerte, que dieron por calificar como confinamiento, como si los ciudadanos comunes fueran los responsables del brote virulento y por ello habría que castigarlos con el encierro que implica eso, un aislamiento.
Pero muy poco se habla de que dicho cambio exige que a partir del futuro inmediato se debe empezar por erradicar la pérdida mundial de alimentos, que de manera absurda se registra año con año, mientras la pobreza extrema y el hambre crecen en la misma proporción de ese desperdicio, y la distribución vía comercialización de víveres en todo el mundo se mantiene en manos de 14 empresas multinacionales.
Cifras de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) precisan que un tercio de los alimentos producidos para el consumo humano se pierde o se desperdicia a nivel mundial, y esto equivale a 1,300 millones de toneladas por año, que en cifras conservadoras significan más de 400 mil millones de dólares y servirían para alimentar a alrededor de 2,500 millones de personas.
Paralelamente, estadísticas de Naciones Unidas, Banco Mundial y la FAO, revelan que más de 820 millones de personas padecen hambre y alrededor de 1,200 millones presentan diferentes grados de desnutrición y anemia, es decir, de los 7,500 millones de habitantes del planeta, 27 por ciento sobreviven marginados de una alimentación suficiente y adecuada. Los números evidencian que tal problemática se puede resolver con una distribución mundial justa y equitativa de los alimentos.
Tales estadísticas, también, por sí mismas demuestran que el sistema mundial de producción, distribución y comercialización de productos básicos está en una crisis permanente e histórica. Ese modelo del mercado internacional es un fracaso sí de democratizar la sociedad global se trata, y se ha sostenido por décadas en las que se ha privilegiado la acumulación de riqueza por encima del bienestar y la propia vida de las personas.
José Esquinas-Alcázar, especialista en el tema y que trabajó durante 30 años en la FAO, además de que fue presidente de su Comité de Ética en la Alimentación y la Agricultura, señala que, no obstante que en la actualidad se producen alimentos de sobra a nivel mundial en un 60 por ciento más de lo que se necesita; cada año mueren 17 millones de personas de hambre (45 mil diarias) y un tercio de la cosecha mundial termina en la basura. Y eso implica, también, un desperdicio de recursos como tierra y agua que se ocupa en la producción de dicha cantidad de víveres. La superficie en cuestión equivale a 14.2 millones de km2, es decir, tanto como la mitad del territorio de China y todo Estados Unidos. En cuanto al vital líquido baste decir que en promedio se necesitan un millón de metros cúbicos para obtener una tonelada de alimentos, por lo que el desperdicio de éste es superior a 1,300 billones de m3, que equivalen a 5,200 veces la cantidad de agua que consume anualmente la producción de azúcar de México.
Y este panorama estadístico remite a citar lo absurdo que resulta ver que en los días corrientes en que un virus invisible, letal sin precedente, aflora la realidad más oscura de la humanidad. Mientras los organismos internacionales encargados de regular de alguna forma los esquemas de producción de alimentos y las políticas de salud pública, afirman que las existencias mundiales de alimentos están sobradas para responder a la demanda de víveres en la presente emergencia sanitaria y precisan que los registros productivos de las cosechas del presente año están en su máximo histórico; en los mercados domésticos (locales) los precios de los productos básicos aumentaron en promedio más de 50 por ciento, y en algunos casos llegaron a 70 por ciento. Inadmisible, pero cierto.
Un ejemplo que ilustra la magnitud de esto puede ser que mientras a un productor de maíz, en el caso de México, la cosecha del año pasado y que es la que se consume en el presente, se la pagaron en promedio a 3,200 pesos la tonelada, en febrero de 2020 los intermediarios lo vendieron en 4,600 pesos y en abril ese mismo grano los productores de masa y tortilla de maíz lo compraron a 6,500 pesos la tonelada, lo que significa un sobreprecio de 103.12 por ciento, lo que impacta directamente en el encarecimiento de la tortilla en la misma proporción porcentual, y esto que impacta de manera contundente la economía del consumidor final. Productos como huevo, frutas y legumbres, llegaron a duplicar su precio.
Juergen Voegele, vicepresidente de Desarrollo Sostenible del Banco Mundial, recientemente publicó un artículo en el que precisa: “Los niveles de producción y las existencias mundiales de alimentos básicos están en su punto más alto y los precios de la mayoría de los productos alimenticios se mantienen extraordinariamente estables desde 2015. Hay muchos alimentos para todos en el mundo”.
“El riesgo real proviene de las restricciones a las exportaciones: un comportamiento de los países exportadores que debe detenerse con urgencia. El mercado mundial de alimentos es una de las pocas cosas que se mantienen relativamente estables en estos días. Las políticas deben preservar esa estabilidad, no destruirla”.
“La producción de los principales alimentos básicos (trigo, arroz, maíz) es superior al promedio de los últimos cinco años, los precios del petróleo son bajos y las existencias mundiales de alimentos están en niveles históricos.”
En este tema, los organismos internacionales como la OCDE, BM, FMI y BID se pronunciaron a favor de que los países deben terminar con las prohibiciones a las exportaciones, ya que son una respuesta de políticas equivocada y con ellas se corre el riesgo de empeorar la situación. Y citan que en la crisis de 2007-2008, hasta un tercio de los países del mundo adoptó restricciones comerciales, aumentando los precios de los alimentos para todos. Se estima que 45 por ciento del aumento de los precios mundiales del arroz y casi el 30 por ciento del incremento de los precios mundiales del trigo se debieron al proteccionismo comercial, en ese periodo.
Si los gobiernos de esos países mantienen sus fronteras cerradas a las exportaciones de alimentos, el resto del mundo caerá en una grave crisis de abasto que disparará los precios por la especulación que esto implica y sólo quienes detenten las existencias de las cosechas serán quienes ganen con esto a costa de la hambruna y el desequilibrio social que se puede generar a nivel global por falta y encarecimiento de los víveres.
Viene al tema la investigación realizada por Luis Gómez Oliver y Rosario Granados Sánchez (de la UNAM) Las cuatro grandes empresas comercializadoras y los precios internacionales de los alimentos, en la que se precisa que Archer Daniels Midland (ADM), Bunge, Cargill y Louis Dreyfus, (llamadas las ABCD) son las cuatro grandes comercializadoras de granos alimenticios que controlan 75 por ciento del comercio internacional de cereales y granos, y tienen gran influencia sobre la determinación de los precios internacionales de los éstos.
“Frecuentemente, explican en el texto, los análisis de los mercados y los precios de los alimentos hacen referencia a variables nacionales, como la producción de cereales o granos en tal o cual país, la exportación desde tal otro, etc. Sin embargo, cuando se dice que Brasil es un gran exportador de soya debe considerarse que 60 por ciento de la producción de soya de ese país está financiado por Cargill, que Archer Daniels Midland es una de las principales procesadoras de soya en este país y que Bunge es el mayor productor, procesador y exportador de soya en América del Sur y el mayor productor de aceite de soya en el mundo”.
Para dar una idea del tamaño de estas multinacionales, en 2014 Cargill registro ventas por más de 134,870 millones de dólares (MUSD) y Archer Daniels Midland por 81,200 MUSD; Louis Dreyfus, 64,700 MUSD, y Bunge, 57,160 MUSD.
Las otras diez grandes compañías procesadoras y comercializadoras que dominan el mercado mundial de alimentos son la suiza Nestlé, con ingresos en 2015 por 87,000 millones de dólares; la estadounidense PepsiCo, 63,000 MUSD; la inglesa Unilever, 59,100 MUSD; otra estadunidense, Coca-Cola, 44,300 MUSD; Mars (Virginia, EE.UU.), 33,000 MUSD; Mondelez (Illinois, EE.UU.), 29.600 MUSD; Danone (París), 24,900 MUSD; General Mills (Minnesota, EE.UU.), 17.600 MUSD; Associated British Foods (Londres), 16.600 MUSD; Kellogg’s (Míchigan, EE.UU.), 13.500 MUSD, esto último de acuerdo a datos publicados en Capitalismo, por Aitor Jiménez Villar.
Fuente: REVISTA PERSONAE.