Por favorecer a un segmento de productores, el gobierno federal podría afectar a otro que se ha vuelto altamente productivo.
Como en muchos otros ámbitos de la vida nacional, el campo mexicano es un terreno lleno de contrastes.
Por una parte, hay todo un segmento de la población que se encuentra entre los sectores más pobres de toda la República y que solo cultivan para su autoconsumo en condiciones de baja productividad.
El porcentaje de pobres en el campo, de acuerdo con los datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval) es de 55 por ciento, frente al 38 por ciento de las zonas urbanas.
Esto significa que los asentamientos dispersos en los caseríos y pequeños pueblos que todavía caracterizan a numerosos grupos del sector rural mexicano están las familias más pobres del país.
Pero ese cuadro no es el reflejo de todo el campo mexicano.
En el otro extremo está otro grupo, donde están productores muy eficientes y con gran capacidad productiva, que son capaces de competir con los mejores en el mundo, lo que se ha mostrado en el éxito exportador.
En su ámbito productivo hay terrenos de siembra con la más alta tecnología, granjas modernas y centros de procesamiento en estados como en los del norte de la República, en algunos lugares del Bajío, en Yucatán, entre otros, que se caracterizan por niveles elevadísimos de productividad capaz de competir con las unidades más eficientes de Estados Unidos, Canadá o Europa.
La producción agropecuaria mexicana medida a través del Producto Interno Bruto (PIB) del sector ha tenido una tasa de crecimiento durante este siglo que está levemente por arriba del promedio de la economía en general, pues combina los dos mundos del campo mexicano.
Entre 2013 y el primer semestre de 2019, el crecimiento promedio anual fue de 3.1 por ciento, frente a un promedio de poco más de 2 por ciento para el promedio de la economía.
Sin embargo, la producción más eficiente se refleja en las exportaciones agropecuarias, que se han convertido en el sector más dinámico del comercio exterior mexicano, con una tasa de crecimiento promedio de 8.4 por ciento anual en los últimos seis años.
Aunque todavía sus volúmenes totales están muy por abajo de las exportaciones de manufacturas, el ritmo de crecimiento de las ventas agropecuarias ha sido más elevado que las de la industria.
Este impulso del campo mexicano se aprecia con más claridad en las cifras macroeconómicas recientes, pues en el tercer trimestre de este año, el PIB agropecuario rebasó el ritmo de 5 por ciento frente a una economía mexicana que se encuentra estancada.
No obstante, los cambios en las políticas para el campo mexicano que se instrumentaron con la nueva administración amenazan con interrumpir esta dinámica positiva.
Uno de los puntos clave de la política de la nueva administración fue concentrar los apoyos del Estado a la producción agropecuaria en los pequeños productores, excluyendo a los mayores y más eficientes.
Aunque la nueva política responde correctamente al propósito de reducir los contrastes de los que hablamos antes, el reverso de la medalla es que, con esa visión, se corre el riesgo de afectar el dinamismo de los productores más eficientes.
De facto, la política hacia el campo en esta administración se ha convertido más bien en una política social y no una de carácter productivo.
Es positivo que en la búsqueda de respaldo a los cientos de miles de pequeños productores haya recursos como nunca antes para este grupo. Sin embargo, tiene que encontrarse una combinación adecuada para que los productores más eficientes y de mayor tamaño no se queden sin apoyos y en condiciones de desventaja con los de Estados Unidos o Europa.
Es bien conocido que a nivel internacional la producción agropecuaria recibe subsidios. Los hay en la Unión Europea y también en Estados Unidos. Tratar de que los productores mexicanos compitan en condiciones de desventaja con los norteamericanos y con los europeos puede poner fin a la continua expansión de la parte exitosa del campo mexicano.
No se trata de volver a una condición en la cual los pequeños productores rurales son abandonados. Más bien, el tema es conciliar las necesidades de apoyo de agricultores y ganaderos que son competitivos con la atención a los que fueron abandonados en el pasado.
Además de las diferencias que existen entre los tamaños de las unidades productivas, hay también grandes contrastes en el campo mexicano en función de la geografía.
Los productores de algunos estados del centro y la mayoría de los del sur de la República operan en condiciones productivas mucho más precarias que los que se ubican en el norte del país o en el Bajío.
No se puede entender la dinámica del campo mexicano sin reconocer el hecho de que buena parte de la propiedad rural durante muchos años tuvo (y de hecho tiene) el formato de ejido, sobre todo en el sur y centro del país, lugares en los que habitaron las principales culturas prehispánicas, de las cuales se hereda el formato ejidal.
Bajo este régimen, la propiedad de tierras o bosques corresponde esencialmente a la comunidad, al pueblo y no a los individuos. Las reformas legales realizadas en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari permitían, por primera vez, que los ejidos se parcelaran, dando paso a la propiedad plena a los ejidatarios y permitiendo la compra-venta de la tierra.
Sin embargo, las dificultades jurídicas de este tránsito impidieron que fuera masivo. En muchos lugares persistieron los ejidos frente a la pequeña propiedad.
En contraste, en el norte de la República y en algunos lugares del occidente y del centro, desde hace muchos años prevaleció la pequeña propiedad. Es decir, en estas áreas los granjeros tenían la potestad plena de la propiedad de la tierra e invirtieron para hacerla mucho más productiva, lo que no ocurrió usualmente con los ejidos, en donde el agricultor no tenía la propiedad.
Se fueron configurando de ese modo los dos mundos en el campo mexicano de los que hablábamos. Uno con predominio en el sur del país y otro con mayor presencia en los estados del norte de la República.
Solo como ejemplo del contraste, el PIB per cápita de Nuevo León es superior casi en cinco veces al de Chiapas.
Los niveles de productividad en cultivos como el maíz en Sinaloa pueden llegar a 18 toneladas por hectárea, mientras que en el sur del país, en la agricultura tradicional, a veces están en 2 toneladas por hectárea.
Las políticas agropecuarias de los gobiernos anteriores no lograron resolver este acertijo del campo mexicano y la existencia del atraso rural es uno de los lastres del crecimiento y fuente de pobreza.
La nueva política impulsada por el gobierno de López Obrador tiene el desafío de hacerle frente a la pobreza y la desigualdad, pero sin impedir el crecimiento de los más productivos y eficientes.
Por lo pronto, las cifras preliminares de la actividad agropecuaria en 2019 siguen colocando a este sector de la economía como el más dinámico a nivel nacional y las empresas procesadoras de alimentos en México se encuentran entre las más importantes del mundo en su ramo, trátese de pan, refrescos, cerveza, carne, hortalizas y frutas, entre otros productos.
El reto será que siga así.
ENRIQUE QUINTANA. BLOOMBERG BUSINESSWEEK.