En esa labor Biden fue clave por su larga experiencia como legislador (24 años) y por enfrentar en el Capitolio la resistencia de los republicanos para aprobar medidas en bien del medio ambiente. Sin embargo, no fueron todas las necesarias para reducir la dependencia que su país tiene de los hidrocarburos, y en cambio impulsar las fuentes alternas de energía y así disminuir la generación de gases que ocasionan el calentamiento global. La dependencia encargada de los asuntos del ambiente (EPA, por sus siglas en ingles), dejó la actitud complaciente que tuvo durante el mandato de Bush y el vicepresidente Dick Cheney (servidor de la industria petrolera) y puso en marcha políticas para controlar la generación de los seis gases que más daño ocasionan a la salud y contribuyen al calentamiento global.
La administración Obama dejó sin efecto los acuerdos de Bush que alentaban la perforación y posterior explotación de hidrocarburos en el mar territorial y en los grandes yacimientos de Alaska, santuario natural por excelencia.
Para lograr sus objetivos ambientales, promovió la producción y el uso de la energía limpia proveniente del sol, el viento y la geotermia. Aunque en ese momento la economía estaba por los suelos debido a la grave crisis de 2008-2009, los apoyos (más de 80 mil millones de dólares) fueron bien recibidos por incidir en el crecimiento del empleo, el uso eficiente de la energía y alentar estilos de vida menos derrochadores entre la población. En paralelo, hubo apoyos a la investigación científica y tecnológica y a la educación de calidad, asuntos descuidados en el gobierno republicano. Obama y Biden insistieron en su campaña electoral en que su país perdía liderazgo en esos campos y era hora de recuperarlo vía recursos públicos bien utilizados y apoyo político, y con la gente más calificada.
Además, era otra forma de luchar contra la derecha fundamentalista que, vía científicos comprados, aseguraba y aún hoy lo hace, que el cambio climático es algo normal y no fruto del mal uso de los recursos naturales.
Desde un principio la nueva política ambiental y energética de Obama-Biden fue duramente atacada por los intereses que se han beneficiado con el viejo modelo productivo. Los defienden en el Capitolio y en los congresos de los estados vía legisladores voceros de los poderosos complejos industriales. A ello se unieron organizaciones obreras en defensa de los puestos de trabajo de sus afiliados, especialmente en el sector de hidrocarburos y el carbón.
Pero la promesa de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, en especial el dióxido de carbono (CO2), se vino abajo casi un año después de asumir Obama-Biden sus cargos. En la cumbre celebrada en diciembre de 2009 en Copenhague, la delegación estadunidense anunció no estar en posibilidades de reducirlos por carecer de la aprobación del Senado, que en 1997 tampoco respaldó el Protocolo de Kyoto. En cambio, la Cámara de Representantes sí lo hizo. Esa negativa fue otra muestra del poder de los grandes complejos industriales basados en el petróleo y el carbón, de cómo influyen en el Congreso del vecino país.
Sin el apoyo de Estados Unidos y China, los grandes generadores de gases de efecto invernadero, es imposible cumplir la meta de que en 2100 la temperatura no sobrepase dos grados. Afortunadamente ambas naciones se adhirieron en diciembre de 2015 el Acuerdo de París, con metas específicas a cumplir. Al asumir su mandato el pusilánime de Donald Trump anunció que se retiraría del acuerdo. Un asunto que bien vale tratarlo in extenso el lunes próximo.
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