Para Plutarco Emilio García Jiménez
La tierra fue piedra de toque para la revolución mexicana. Desde ahí se apoyo el levantamiento contra la dictadura porfirista que habría de desembocar en el constituyente del 17. La tierra ha sido el soporte del trabajo para resolverse en una ecuación productiva fundamental de la reproducción social. No obstante, configura una ecuación que va haciéndose más compleja en el devenir de los tiempos. Un siglo después, la disputa por la tierra está por abrir un nuevo capítulo. Veamos.
La agricultura que se conformó como la forma de la relación productiva de los hombres primigenios pasó de los asentamientos originarios a portentosas civilizaciones que más tarde vendrían a constituir las grandes ciudades industriales y de servicios en que ahora se resuelven las mayorías poblacionales de gran parte del mundo. Y, sin embargo, la tierra es por antonomasia base de la actividad industrial, como la industria lo es de los servicios.
La producción y la reproducción de la sociedad contemporánea entrelaza las actividades de los sectores primario, secundario y terciario en un solo sistema económico ordenado por relaciones de intercambio entre propietarios. Esta es la naturaleza de la historia en su expresión actual. Las formas simples de la relación entre el hombre y la naturaleza, quedaron atrás, ahora son relaciones de alta complejidad por los tamaños de las poblaciones y el número de países y pueblos en los que se divide el mundo, por la diversidad de productos de origen primario industrial o de servicios y por el número de intercambios que se realizan a cada instante.
La tierra es la misma de siempre y el hombre también lo es en su biología, pero la historia de la relación entre la naturaleza y el hombre, y de los hombres con los hombres se ha modificado y seguirá cambiando como resultado ineludible del aprendizaje, del desarrollo de nuevas habilidades y destrezas, del aumento de capacidades con lo cual tendremos nuevos productos para satisfacer nuevas formas de las necesidades y satisfactores de la sociedad, mayores intercambios entre los propietarios. Muchos intercambios, multiplicidad recurrente de intercambios que entendemos bajo el sentido común del desarrollo de los mercados.
Son los mercados los que dan cuenta del crecimiento y el desarrollo, así lo refieren los economistas, así lo dicen los hombres de negocios y los políticos y, por qué no aceptarlo, así también, los propietarios. Incluso los propietarios de la tierra, los campesinos que bajo el precepto constitucional del Artículo 27 y reformas subsecuentes y leyes secundarias, lo son en el régimen de la propiedad social bajo la jurisdicción del ejido y la comunidad. Con lo cual observamos que el ejido y la comunidad, ejidatarios y comuneros, propietarios de la tierra suya deben refrendarse en holgado acomodo con el desarrollo de los mercados.
La agrariedad precolonial que identificamos en el calpulli aludió la posesión y el usufructo para resolver las necesidades de la familia y la comunidad. Entonces se trataba de condiciones de reproducción simple donde, no obstante, se prefiguraba la unidad singular articulada en la familia que a su vez converge en la conformación de la unidad comunitaria o el pueblo. Unidad de lo diverso. Instituto particular de nuestros antepasados con la tierra y su prefiguración como regla de convivencia. Distinto se sucedió a la llegada de los conquistadores y colonizadores españoles. Se irrumpió la comunidad. El despojo se extendió y los sin tierra se sometieron al trabajo de los amos a la par de las comunidades que fueron segregadas a las tierras marginales tras su reconocimiento legal como comunidad agraria.
La cuestión agraria entonces transita de las relaciones de posesión y usufructo del calpulli a las formas de propiedad del periodo virreinal de las mercedes, las encomiendas y las comunidades de donde sobrevendrán las formas del latifundio de hacendados y eclesiásticos de un lado, los trabajadores del peonaje y los comuneros a manera de “reducciones de indígenas” por otro lado. La comunidad precolonial independientemente de sus formas despótico-tributarias quedaba atrás y durante el desarrollo del mercantilismo colonial emerge una forma de explotación del trabajo y la desigualdad. Un tejido socioeconómico que envuelve las formas de propiedad de la tierra.
El sistema virreinal se complica entre el ascenso y contención de los mercados, entre la tributación a la corona y las pretensiones borbónicas. Criollos, mestizos y nativos se reconocen en la oportunidad de romper con la metrópoli española y emprender la posibilidad del México independiente. Pasada la guerra y la inestabilidad de la lucha interna, entre liberales y conservadores, que se prolongó por más de tres décadas, se abre una nueva posibilidad de reordenamiento de la propiedad de la tierra con la Ley de Desamortización de las Fincas Rusticas y Urbanas de las Corporaciones Civiles y Religiosas de México de 1856, como precursora de los preceptos jurídicos que tomarán forma en las Leyes de Reforma y el Artículo 27 de la Constitución de 1857.
Sucederán otros ordenamientos a cuyo amparo es sabido que se crean las compañías deslindadoras que serán cómplices de la recreación de los latifundios hacendarios característicos del porfiriato donde el despojo y el sometimiento se reeditan en franca injusticia sobre el mundo mayoritariamente indígena que sufre bajo la fórmula del conocido peonaje acasillado en tanto las comunidades agrarias perviven en la marginalidad. Esta es la hipertrofia del entramado socioeconómico de la dictadura que produce anquilosamientos de la economía de mercado y esclavitud del trabajo con discriminación de las comunidades. Un mundo desigual y profundamente injusto sin mayor perspectiva de desarrollo a pesar de los signos de modernidad que la época elaboró en el comercio exterior con Europa y Estados Unidos, donde la tierra terminó en grandes concentraciones e insuficiente dinamismo productivo para las exigencias del desarrollo que ya se desplegaba en el orbe.
Consecuentemente los sectores medios vinculados al comercio y la incipiente industria junto con los trabajadores del campo abren en explosiva inconformidad frente al régimen porfirista teniendo como principal estandarte la lucha por la tierra, en tanto que habría de resarcir la injusticia sobre el acceso y usufructo de ésta y el trabajo, a la vez que configurar las anheladas unidades de producción rural como sustrato de la actividad agrominera con la que se habría de apalancar el añorado desarrollo de la industria y el mercado. La Revolución Mexicana se lleva a cabo, cae el Dictador y se erigen los Artículos 3, 27 y 123 en el cuerpo de la Constitución de 1917, con los que se consagran aspiraciones y pilares de la justicia y el desarrollo, educación, acceso a la tierra y trabajo.
Desde entonces el reparto agrario se desplegó alcanzando su mayor expresión durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas que no sucedió solo como reparto y acceso a la tierra con lo que ya habría grado de cumplimiento en el precepto del Artículo 27, sin embargo, en el texto general de la Constitución el concepto es más amplio y robusto en su particularidad por cuanto el acceso a la tierra presupone la configuración de una unidad productiva con acceso a los mercados que conlleva otros componentes relativos a la infraestructura productiva y de comercio, la tecnología y los insumos, el financiamiento y los canales de comercialización, etcétera, esto es, una convergencia de factores donde la justicia de la unidad familiar se entiende como pivote de una justicia nacional Vresuelta en el desarrollo.
II
Para Luis Hernández Palacios.
Se revela una nueva tesitura de la cuestión agraria. La complejidad del desarrollo mercantil industrial como paradigma del desarrollo nacional se sustenta desde la revolución agraria en su dimensión política, el Artículo 27 en su dimensión jurídica y el desempeño productivo del campesinado en su dimensión socioeconómica. Una nueva sociedad rural que ha dejado al peonaje y a la marginación de la comunidad se perfila para configurar un sujeto agrario en tanto que agente productivo y del comercio sin el cual el proceso de industrialización, que corresponde en analogía de los progresos que se presentan en el mundo, no sería posible. Este esquema se asienta en el cardenismo y desde ahí se prefigura una agrariedad que veremos revelarse con nuevas características y condiciones en el tiempo actual. El periodo cardenista prefigura no sólo un acto de justicia agraria sino un agrarismo articulado al concepto contemporáneo del desarrollo nacional. Este es el sentido de la agrariedad.
El cardenismo es plataforma de la transformación estructural del México rural al México preminentemente urbano. Una transformación de la que la ruralidad no debe de abochornarse sino al contrario reconocerse con especial orgullo por su contribución a la transformación histórica que se pensaba y se perseguía desde la época virreinal y que no había podido realizarse en siglos. Una coyuntura que se explica no sólo como un acto de liderazgo, que lo hay, sino como una posibilidad histórica en la que convergen la maduración del proceso revolucionario en combinación con una coyuntura internacional favorable. No obstante, el cardenismo es punto de partida de un proceso de transformación que se ocurrirá en el transcurso de las tres décadas siguientes. La revolución campesina de 1910-1917 cumplía con el primero de sus cometidos. Por su puesto no era una realidad absoluta de los hombres del campo y la nación, pero era la expresión dominante, había acceso a la tierra para buena parte de la sociedad rural y desde ahí se apuntalaba el cambio estructural para el desarrollo de la industria y el mercado.
En la narrativa de “Nos han dado la tierra”, Juan Rulfo denunciaba que la revolución y su marco jurídico no eran una consigna de entregar tierra polvorienta para acallar una demanda social, aunque así habría de sesgarse al final de cuentas. Agrariedad entonces, desde la plataforma del cardenismo, se entiende como la convergencia de factores asociados a la justicia agraria. Un concepto que se erosiona desde hace medio siglo cuando en los años sesentas el entorno mundial se modifica con la hegemonía norteamericana de la posguerra, el cambio tecnológico y el desarrollo agroindustrial de las potencias económicas que dejan de requerir los productos del campo mexicano y ante lo cual el estado posrevolucionario queda pasmado.
El desarrollo de México no alcanza a arribar a la gran industria al perderse el apalancamiento financiero del sector rural que provenía de las exportaciones. El milagro mexicano se agota, México se revela como importador neto de alimentos y con el congelamiento de los precios de garantía desaparece la rentabilidad de la actividad productiva de ejidos y comunidades dando lugar a un progresivo empobrecimiento de la sociedad rural y el éxodo hacia las zonas urbanas que, ya sin mayor dinamismo, dejan a los emigrantes del campo en la configuración de los cinturones de miseria de las principales zonas urbanas del país. La nueva circunstancia socioeconómica hacía de la revolución un proyecto inconcluso y un incumplimiento de facto con sus principales protagonistas. El Estado fallido cobraba forma.
Desde principios de la década de los 70’s el mundo entraría a una crisis de amplitud inédita, pero, asimismo, se hallaba con la revolución computacional que daría lugar a la emergencia de la globalización mientras que el Estado mexicano acudía al endeudamiento para intentar revivir el milagro del desarrollo estabilizador, pero fracasó en sus afanes. El petróleo que fue colocado en relevo del papel que había jugado el sector agropecuario en las décadas que van de 1935 a 1965, no resultó, pues se presentó el desplome de los precios de los hidrocarburos, por lo que la década de los 80’s se recibió con un sector industrial envejecido, un campo erosionado, sin rentabilidad en el petróleo y con un endeudamiento desmedido. El agotamiento del nacionalismo revolucionario se revela como una gran crisis en tanto que el mundo globalizado se expande y consolida. El Estado mexicano se sube al cabús de la nueva er@ del desarrollo económico, desplazando la suerte del campo mexicano a las “reducciones de la historia”.
No obstante, el mundo sigue girando y la sociedad rural en México sigue siendo depositaria del legado agrario de la Revolución Mexicana. La globalización se entrampa a partir de la crisis de 2008 y México no repunta, pero la sociedad nacional se ha pronunciado en las urnas contra la tradición corruptocrática dando paso a una posibilidad de cambio donde ejidatarios y comuneros se realzan entre los actores de la transformación socioeconómica. La globalización se desconfigura con bajo ritmo de crecimiento en la economía mundial, elevado endeudamiento y visos de guerra comercial, pero esta atmósfera de dificultades no exime el umbral de competencias y la prevalencia del sistema financiero internacional con la formación de precios en este plano. Realidad compleja que corresponde a una nueva división internacional del trabajo, a una nueva era tecnoproductiva, al nivel más alto de la especialización y de la diversidad de productos y, por tanto, al volumen de intercambios jamás visto.
Los dueños de la tierra, ejidatarios y comuneros, lo son de un recurso polivalente por su inscripción en un mundo que difiere de las relaciones elementales y aun del momento en que se realizó la Revolución Mexicana. La tierra que tenía un perfil eminentemente agropecuario hoy se reconoce con una diversidad de posibilidades que diversifican y multiplican su valor de intercambio. La tierra es depositaria de recursos minerales de distinto uso y valor en la nueva organización productiva y comercial del mundo y así también de recursos energéticos, elementos propios de la biodiversidad con posibilidades en una gran variedad de industrias, captación y flujos de agua y otros servicios ambientales, áreas de esparcimiento y de hábitat, etcétera, etcétera. El listado puede ser muy amplio y debidamente clasificado. Las tierras de las comunidades, ejidos y minifundios de la llamada pequeña propiedad, que se asumieron como reducciones agrarias ahora son cuencas de valor estratégico para el capital. Y lo son también para el desarrollo del capitalismo en México, empero, ello habría de tener como premisa un amplio espectro de nuevos arreglos y compromisos con los dueños de la tierra.
III
Para Antonio Tenorio Adame.
Cuál será el destino de las tierras ejidales y comunales que ahora comprenden una diversidad de factores y un alto valor de mercado. La respuesta, por principio, debe ser articulada por los sujetos agrarios dueños de la tierra. No es asunto exclusivo de legisladores, de lobistas, empresarios o gobernantes, son los sujetos agrarios depositarios de la jurisdicción de la materia en la agrariedad que pudimos entender en el periodo cardenista, esto es, el acceso a la tierra concomitante con los diversos factores de su inscripción en la actividad económica y los mercados dentro del proyecto nacional.
La justicia agraria de la revolución fue para con los campesinos y la nación, fue para la familia rural y el desarrollo de la industria y los mercados. En la actualidad la tierra tiene una posibilidad múltiple con todo el nuevo patrón tecnoproductivo y de consumo que puede ser industria agrícola, industria extractiva, industria de transformación, industria turística, industria de la construcción (infraestructura y vivienda) o industria de servicios diversos incluidos estratégicamente los ambientales (suelo, agua, aire) etcétera, siempre que se haga con el cruce de los criterios obligados de sustentabilidad con los recursos naturales, de equidad de género y relevo generacional.
Estamos configurando los elementos y términos de la nueva agrariedad. Existen los dueños de la tierra y son los ejidatarios y comuneros que, como sujetos agrarios, encarnan una posibilidad de nuevo despliegue productivo del campo mexicano que se corresponde con una posibilidad diversa de mercado en el plano interno y externo de México. Existen grandes capitales que desde distinto origen se interesan por los elementos comprendidos en el nuevo valor de la tierra. Pero los dueños de la tierra están en desventaja de la gestión de negocios que les son propios como consecuencia del desplazamiento al que fueron sometidos desde hace 50 años, mas no es solamente un asunto de disminución de actitudes, que las hay, en realidad están disminuidos porque hay una atomización de los sujetos aun dentro de los núcleos agrarios y una franca asimetría de las condiciones de negociación con el gran capital que no se presenta de manera explícita y directa sino a través de representaciones, gestores o transfiguraciones que alcanzan congresos y estructuras de gobierno.
La nueva agrariedad debe entenderse como el replanteamiento de la jurisdicción agraria, el reposicionamiento del espíritu constituyente en el marco jurídico que ampare a los sujetos agrarios mediante la conformación de esquemas compensatorios respecto de la asimetría de gestión entre los dueños de la tierra y los interlocutores del capital nacional y extranjero. No es acceso a la tierra para la recepción de apoyos gubernamentales meramente, tampoco es facilitación simple de enajenación de las tierras para la prosperidad de los negocios del capital, se trata de reconocer la agrariedad en el complejo de la nueva era tecnoproductiva y de los mercados nacional y global inscritos en un proyecto de cambio verdadero. Los sujetos agrarios deben ser dotados y acompañados por la jurisdicción agraria para resolverse con libertad, pero sin desventaja en fórmulas de convergencia con los capitales públicos y privados cuando así lo consideren, teniendo un lugar preminente en las mesas de gestión.
Entendemos el momento como una oportunidad de abrir una reflexión amplia desde los núcleos agrarios, los foros académicos, los medios de comunicación impresos y electrónicos y los congresos. No es sólo un asunto de la propiedad en la que estén emplazados campesinos y abogados o congresistas y empresarios. Es un asunto cuya amplitud y trascendencia implica a la sociedad nacional desde sus diversas áreas y plataformas de interés y análisis. En estas líneas (La disputa por la tierra I, II y III) sólo queremos colocar un preámbulo de los contenidos con los que se debe de abrir la reflexión y el debate. La perspectiva es de una nueva legislación sobre los usos de la tierra en su acepción más amplia sin perder de vista a los dueños de la tierra, a los campesinos, a los ejidatarios y comuneros como principales beneficiarios y al desarrollo nacional como consecuencia.
Lo cual significa que habremos de discutir sobre el valor de uso y el valor de cambio que la tierra tiene en el contexto tecnoproductivo del siglo XXI, donde los mercados y la economía quedan envueltos por los criterios de sustentabilidad, equidad de género y derechos humanos, y por tanto, todos sus elementos convergentes deben resolverse, en acoplamiento, como partes de un derecho exigible en cualquiera de sus componentes, donde los esquemas compensatorios no sólo habrán de otorgar condiciones físicas y técnicas de gestión en los negocios sino de carácter eminentemente jurídico para la gestión política y social de un nuevo arreglo económico, que presupone una relación de Estado más allá de la ayuda subsidiaria que siempre será bienvenida para los que menos tienen, pero que no presupone el reposicionamiento de los sujetos agrarios como agentes de la economía de cambio en la perspectiva del desarrollo de las capacidades en el nuevo entramado tecnoproductivo, la generación de nuevos productos, la ampliación del mercado.
No existe país desarrollado con un campo atado a la producción de materias primas y alimentos por medio de infraestructura y técnicas de la tradición precapitalista sin que esta expresión permita su asociación maniquea a la defensa de la gran propiedad, la tecnificación rapaz y la nociva manipulación genética cuando así se prefigura sin responsabilidad socioambiental alguna. Quienes ven en la procuración de la mejora tecnoproductiva y de gestión de negocios un adversario para la agenda actual del campesinado, lo hacen en la colocación de un argumento defensivo que tiene su justificación política en la crítica del avasallamiento de los grandes monopolios de las empresas de maquinaria y agroquímicos y, en tal sentido, cumplen un papel contencioso muy loable, pero en sentido estricto, no podemos concederle un papel estratégico a este esquema argumental. No es un posicionamiento que pueda esgrimirse bajo los mismos términos en una discusión en el seno del pueblo o, dicho de otra manera, no sirve para erigir una política de Estado cuando se presupone un gobierno que sirve a la transformación para enfilar hacia desarrollo en el mundo actual.
Quienes ahí se anclan para entender las posibilidades del campo mexicano no alcanzan a ver la necesidad y alcances de la nueva agrariedad. Prefiguran una falsa disyuntiva entre tradición y modernidad, entre técnica y cultura y, más aún, entre naturaleza y desarrollo. Flaco favor le hacen al proyecto de transformación y a los campesinos de México. Precisamente el desarrollo sustentable nos desafía a construir una ecuación que supere el dilema y ennoblezca la respuesta. El desarrollo va, esa es la naturaleza humana y su verdadero desafío es procurarlo bajo una forma de mejor aprovechamiento sin poner en juego la resiliencia de los recursos naturales cuanto más la del hombre, pero el desarrollo va.
Es menester poner la mirada y salir al paso de la discusión agraria y agropecuaria, agroindustrial y de diversificación de los usos del suelo con una estrategia de cambio, en las formas de organización y de relación del Estado-gobierno con los dueños de la tierra, con base en una agrariedad que escape al economicismo de las ayudas, y permita perfilar la nueva perspectiva del campo mexicano o, de lo contrario, la reindustrialización y el desarrollo, cuando se enfile, no podrá correr su mejor posibilidad teniendo los pies atrapados en el barro y la desigualdad.
EDUARDO PÉREZ HARO. EL SUR GUERRERO